¿Son justos los exámenes de acceso a la nacionalidad?

despacho maribel

¿Son justos los exámenes de acceso a la nacionalidad?

 

A partir de la entrada en vigor en octubre de 2015 de la ley 12/2015, se requiere de la superación de dos exámenes (cultura y lengua) para acceder a la nacionalidad. Una nueva forma de determinar el grado de integración dentro de la identidad nacional española que se ideó para poner orden a un proceso que, hasta el momento, había dependido del criterio arbitrario y a veces injusto de los jueces. Pero, ¿es ahora más justo?

De entre las críticas que ha suscitado esta medida, la pregunta de si el hecho de imponer la obligación de realizar un examen de integración adultera la propia esencia de las medidas de integración es una constante. Sin embargo, de momento, el conjunto de las críticas han puesto el foco en el carácter excluyente del examen de cultura. Y no son pocas las contradicciones con las que nos topamos los examinadores en cada examen de lengua.

Para empezar, cabe mencionar que la prueba lingüística corresponde al DELE A2, diseñada y gestionada por el Instituto Cervantes desde 2002. Originariamente se concibió como un examen académico destinado a jóvenes estudiantes y profesionales cualificados y es a partir de 2015 cuando se estableció como requisito para la solicitud de la nacionalidad española.

Pero no todos los candidatos son jóvenes estudiantes ni profesionales cualificados. De hecho, la diversidad de trayectorias educativas y la disparidad de niveles formativos son enormes. Por lo que, ante un examen que no contempla esta situación, los examinadores nos topamos habitualmente con casos de auténtica confusión. Porque la superación de la prueba depende también, y aquí es donde la controversia está servida, de un nivel de instrucción específico, y a menudo determinado, por la condición socio-económica del candidato/a.

¿Significa, eso, que existe un sesgo de clase social en la prueba de lengua? La orden ministerial art. 10.5 (JUS/1625/2016, de 30 de septiembre) prevé la exención de la prueba a aquellas personas que demuestren no saber leer ni escribir. Aun así, nos encontramos con personas analfabetas en cada convocatoria. ¿Cuál es, pues, el problema? Muchos de los candidatos demuestran no haber tenido acceso a la información ni la oportunidad de acreditar su analfabetismo. A otros la administración no les ha reconocido su condición de analfabeto. De hecho, la orden no tiene en cuenta los diversos tipos de analfabetismo y son numerosos los candidatos que muestran un analfabetismo funcional claro, es decir: saben leer y escribir pero tienen dificultades para comprender textos escritos. Así pues, es fácil de prever la frustración de los candidatos/as cuando, con un nivel oral a menudo impoluto, se presentan a un examen que se basa, en sus tres cuartas partes, en el texto escrito. Están abocados al suspenso.

Se trata de una situación injusta y dramática si se tiene en cuenta que centenares de personas, residentes y trabajadores de larga duración que se comunican perfectamente en español, a veces tienen que desplazarse decenas de quilómetros, incluso pagar una habitación de hotel (más tasas de examen), con el esfuerzo económico que supone, para al final, presentarse a un examen imposible de aprobar. ¿Consecuencia? La exclusión del acceso a una ciudadanía de pleno derecho.

En resumen, en tanto que examinadora, me topo a menudo con dos problemas que son dos caras de una misma moneda. Uno tiene que ver con las condiciones administrativas de acceso al examen, que no consiguen solventar la enorme desventaja que sufren las personas con algún tipo de analfabetismo. El segundo radica en que el examen se basa en un modelo lingüístico y de aprendizaje de la lengua española que descansa, en gran parte, en el texto escrito. Una concepción sobre la lengua y unas condiciones administrativas que, no olvidemos, determinan el “devenir español” de muchas personas.

 

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